03 diciembre 2010

Relato de Casavegas – (Palencia) – Bárago (Cantabria)

Encuentro mañanero con cálidos saludos en las primeras horas de un sábado otoñal, es 13 de noviembre. Radiante y luminoso amanecer con un cielo azul y asurado. El autobús, tras varias paradas previas para recoger a algunos excursionistas, nos traslada por la autovía, desde Santander a Reinosa, en somnoliento y monótono viaje, y más tarde hasta Aguilar, donde hacemos una breve pausa en busca del pan.
El día se tornó frío y gris con algo de fina lluvia. Después del café y un breve diálogo ponemos rumbo a Cervera, buscando tierras Castellano-Leonesas, en la provincia de Palencia, donde recorreremos lugares cercanos a Cantabria, hasta adentrarnos en nuestra Comunidad. Buscaremos sensaciones inéditas en alegre convivencia, despertando ilusiones y nuevas expectativas en los componentes del Club de Montaña, “Peñas Arriba”.
Seguimos circulando por una estrecha y sinuosa carretera con piso muy áspero y desigual, dejando atrás el embalse de Requejada y pequeños pueblos de la Meseta alta, con cercanas tierras de cultivo, algunos árboles ya desnudos y perezosos robles, a la hora de soltar sus hojas, en un otoño muy avanzado. Continúan en el aire las plomizas y amenazantes masas nubosas cubriendo el cielo. El trayecto toca a su fin al llegar a Casavegas, lugar agreste y tranquilo y con sus casas cercadas por próximas y empinadas montañas, destacando la Pernía, a 1.230 m. de altitud.
Un alto para los preparativos y la foto de recuerdo del movido y nutrido grupo, en el centro del pueblo. Son los preliminares para la partida hacia el collado Camponuera. Dejamos atrás las calles en calma en un silencio rural que se agradece, roto tan sólo por nuestras palabras. Emprendemos la marcha por prados de los alrededores de esta pequeña localidad palentina, contemplando robles y chopos en laderas y caminos.
Marchamos pendiente arriba rodeados de suaves colinas y montes ondulados. Pisamos hierba muy verde y húmeda, sorteando las cristalinas aguas de un cantarín arroyo. Son los primeros metros con hojas y excrementos a nuestros pies; después lo haremos a través de una vereda que sirve de paso a los animales, rodeados de escobas, arbustos y espinos. En lo alto, momentáneamente, desaparecen las nubes y se abre el cielo, dejando paso a tibios y tímidos rayos de sol. Vamos en dirección a Chozopiedra, lugar de pastoreo con extensos rebaños en tiempos pasados, a más de mil metros de altura. El fuerte viento precipita al suelo las escasas hojas que cuelgan de las ramas de los árboles, quedando al descubierto para el resto del otoño e invierno. Caminamos despacio por estrechos y embarrados senderos. Dejamos atrás una profunda trinchera y seguimos por una senda pedregosa, por donde sube y baja el ganado arreado por los lugareños. Nos rodea una naturaleza intacta, silenciosa y salvaje, con pastizales y picos rocosos en la Sierra de Albas. Desnuda intemperie ante el enorme poderío de un gélido viento del suroeste, con vigorosas rachas que nos congelan y arrastran.
Contemplamos una exquisita vista con Peña Sagra y Peña Cigal, luciendo un escaso e incipiente manto blanco, debido a las nevadas caídas recientemente. Seguimos avanzando con frío y empujados por fuertes y racheadas corrientes de aire. Entre verdes brezos y nieve en las orillas de un empinado camino, salvamos una alambrada. La acuosa y fresca niebla de nubes bajas, que sube veloz procedente del valle, besa nuestros rostros y se eleva hasta llegar a lo más alto, cubriendo y rociando de humedad los puntiagudos riscos que, con sus caprichosas formas, coronan las montañas.
De nuevo se aclara el cielo; nos detenemos, apenas unos segundos, para contemplar con miradas de entusiasmo y admiración el rocoso Bistruey, que se muestra majestuoso e inerme en el tiempo ante todos nosotros. Dejamos atrás este auténtico y pétreo coloso para dirigir nuestra vista a Corcina Collaillas y a los lejanos Picos de Europa, buscando refugio en una pequeña caseta. Nos agrupamos, comentamos, bebemos y reponemos fuerzas. Tras unos instantes al abrigo del vendaval, reanudamos la marcha; esta vez con un paisaje de ensueño al fondo de la vaguada y con percepciones sin igual. Algunos valientes se desvían con la intención de alcanzar la cima del Bistruey. Vamos hablando, mirando, observando y compartiendo conversación, al tiempo que nos deleitamos con las magníficas vistas que dominamos desde tan grandiosa atalaya. De Caloca asciende un esplendoroso arco iris que se extiende cielo arriba, adornando el pueblo y dando luminosidad a los verdosos y abundantes valles, extendiéndose por las escarpadas montañas hasta sobrepasar sus cumbres.
Caminamos sin prisa descubriendo nuevos lugares, admirando la naturaleza y contemplando y disfrutando de todo ello, y haciendo amigos. Han ido transcurriendo las horas y ahora corresponde sentarse y descansar, comer y compartir, en uno de los mejores momentos del día: el almuerzo. Lo hacemos durante corto tiempo, sentados en un ribazo junto al camino, escuchando el rumor del agua de un arroyo cercano. Saboreamos las viandas con gusto y apetito, sin excesos; con palabras de alegría y entre bromas de buen humor; con sonrisas y en franca armonía, y respirando un aire fresco y limpio en un idílico y silencioso entorno, con cautivadoras pendientes.
Reanudamos la caminata con chapoteos de nuestras pisadas al cruzar numerosas charcas. Sobre nuestras cabezas penden nubes bajas y alargadas, de tonos blancos y grises, que proyectan grandes manchas oscuras en las laderas, de donde se precipitan las aguas de estrechos arroyos y sobresalen rocas con formas caprichosas. Frías crestas rocosas, entre luces y sombras, que contrastan con el color verde y luminoso de los prados, al tiempo se escuchan sonidos de los campanos de vacas que pastan a lo lejos.
Nos adentramos en un extenso y bello bosque de jóvenes hayas con algunos incipientes acebos que, cada pocos metros, crecen a su alrededor. Bajamos libremente pisando la espesa hojarasca que cubre el suelo, cual otoño caído sobre la tierra. En nuestro suave caminar, escuchamos un inconfundible sonido al hundir los pies en la vistosa capa de hojas muertas. De improviso, en las alturas, se desata de nuevo un fuerte y poderoso viento; el aire arremete con fuerza y agita con firmeza las desnudas y espigadas ramas de los árboles. Sinfonía eólica me apunta Paola, que camina a mi lado algo cansada. Nos detenemos y miramos hacia arriba, escuchando ensimismados la mezcla de armónicos sonidos, suaves y broncos, en un sucinto espacio de tiempo.
Adentrados en plena arboleda, atrapados en la espesura, pronunciamos gratas y divertidas palabras; derroche de entusiasmo con amena conversación, entre alegres sonrisas y pisadas melodiosas. Taciturnos y silenciosos a veces y, en otras ocasiones, sumergidos en nuestros particulares gustos y diferentes pensamientos, continuamos descendiendo por una ancha senda con pronunciado desnivel.
El sol se esconde; las sombras se extienden adueñándose de la tarde, cubriendo montañas, valles y pueblos. Con luz tenue y entre pequeños huertos, entramos en Bárago. Recorremos sus estrechas calles y contemplamos sus casas de piedra; vistosas flores adornan las vetustas galerías de madera. Un denso humo sale de las chimeneas; reina un profundo silencio. Camino junto a Isabel, nos callamos; parece detenerse el tiempo. Así concluye una extraordinaria marcha con la gente muy satisfecha y contenta. El regreso lo hacemos de noche, en un largo y entretenido viaje.
Alfredo López
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